domingo, 28 de julio de 2019

El Archivo DCIX

La Esperanza, una Amenaza
Hace unas semanas conversé con un joven intelectual colombiano, Camilo Molina, sobre el libro que está escribiendo e impresionado por sus opiniones, le solicite escribiera un artículo para "El Archivo" sobre su Colombia. Esta semana, ya yo de regreso en Colombia, me lo ha entregado, y se los incluyó a continuación, sin quitarle ni ponerle ni una coma, pues leemos en sus líneas un notable parecer a lo que está sucediendo en nuestras Américas:

Mi Colombia (La esperanza, una amenaza)

Hace un par de semanas surgió la idea de escribir este texto con el fin de contar un poco acerca de mi punto de vista sobre Colombia. La palabra es un país y un país es muchas cosas, así que de repente alumbró, frente a esa inminencia de escribir, una encrucijada múltiple, saturada con los elementos negativos que compaginan este lugar ubicado en la esquina superior izquierda del mapa de Sudamérica. Hay muchos aspectos sobre los cuales un punto de vista se puede soportar y siempre, sin excepción, habrá prejuicio. Colombia es gente, política, religión, cultura, música, geografía, su pasado, su presente y lo que se nos antoje adivinar sobre su futuro. Para empezar, tomé la decisión de ser impulsivo y capitalizar las primeras impresiones, la trampa del vértigo. Este país, mi país, ¿qué puede brotar de ahí?


Los habitantes, principalmente ellos, nosotros, la gente. Ese movimiento constante de figuras humanas rebosantes de irrespeto por las reglas. El colombiano en la fila de un banco, el colombiano ebrio sintiéndose un ser superior un sábado a la noche, el colombiano "astuto" que cruza los semáforos en rojo, el colombiano dócil frente a las decisiones políticas y la violencia, el colombiano restregando la brutal desigualdad contra otro colombiano; el colombiano respirando la ausencia del estado para romper la ley, la que está escrita y la que no lo está, las dos, elementales.

Para argumentar brevemente un contexto acerca de cómo sobrevive un país saturado de personas semejantes, podría decir con algo de atrevimiento, pero sin exageración, que las crisis del pasado y las del presente, son meras estadísticas; aquí la miseria está bajo control. La desigualdad es política de estado en cada gobierno sin excepción y la esperanza es utilizada como una amenaza de campaña. Colombia no se desvanece ni se lamenta frente a los cataclismos internacionales, no se altera por los desafíos naturales, no tiembla frente a su lastre cíclico de políticos vergonzosos, incompetentes o simplemente mezquinos. Es un espacio blindado a la tragedia porque convive en ella como estilo de vida.


Sin voluntad general para escudriñar un remedio para la miseria, se instaló como estrategia en cada generación la idiosincrasia nítida del presagio. Hay algo que está por venir, un estado de bienestar, una avalancha de derechos, una escoba para sacudir el polvo, pero siempre es un espejismo, un prodigio distante, tan cercano como a la vuelta de la esquina sobre un pantano; la fortuna no es más que una frontera inalcanzable, una meta histórica tan propia de la ficción como la honestidad en la política. Mientras tanto, los habitantes, nosotros, la gente, permanecemos en la ruta de ese camino inalcanzable, haciendo lo que se nos da la gana, sin importar nada del prójimo, y no lo hacemos como un acto de rebeldía, sino como una acción tan natural como recitar el número de cédula.

Sin duda ha quedado demostrada, de mi parte, una rotunda ausencia de crédito hacia este país desbaratado sobre el que nunca se encontrarán las piezas. Renuncié, y con argumentos, a la expectativa de un cambio antes de los 15 años. Como todos en este lugar, he aprendido a naturalizar la muerte, la violencia, el secuestro, el engaño, la pobreza, el fracaso como proyecto de nación y la utopía del éxito. Mi cédula de ciudadanía (documento de identidad en otros países) no ha participado en ninguna de los procesos electorales y, con dicha, la historia me ha contestado con razones contundentes para no hacerlo jamás; la firmeza con que el desastre se sostiene justifica la desconfianza en esta democracia de papel.


Como individuo mi participación en el juego de las reglas es recto; soy un firme creyente del cumplimiento de la ley escrita y de las normas elementales de convivencia que aquí les cuesta tanto entender. Es un placer dar una mano y ser parte de una de las desigualdades contradictorias en Colombia: de un lado, los que ayudamos a que sea un poco menos difícil vivir aquí y, por el otro lado, los que viven cada instante dando de comer a sus impulsos egoístas, personas nocivas para el ejercicio de la convivencia cotidiana, tontos que se engañan a sí mismos y pretenden vanagloriarse por una astucia llamada "viveza o malicia indígena"; lamentablemente, este tipo ciudadanos son la mayoría y esto, en parte, explica en qué medida están elegidos los gobernantes locales, departamentales (provinciales en otros países) y nacionales.
 
 

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